El coliseo cuenta con ocho escotillas, las que fueron utilizadas en su totalidad como celdas colectivas, albergando cada una entre 300 y 400 detenidos.

En los muros de estas celdas aún se distinguen los grabados hechos por los prisioneros con llaves u otros elementos, en donde se perpetuaron pequeños mensajes, las iniciales de sus nombres, estrofas de canciones y fechas significativas.

Aunque ya comenzaba la primavera cuando llegaron los prisioneros al estadio, la humedad, el cemento y los helados muros hicieron aún más inhóspito y duro su encarcelamiento. Durante esas gélidas noches, los recluidos debían dormir en el suelo y también en baños e improvisados camarotes, que eran compartidos en turnos, sin abrigo alguno, especialmente en los primeros días.  Algunos sectores se inundaban de agua después de una lluvia, y aún en esas condiciones debían mantenerse en el lugar.

Las enfermedades afloraron, las que se agravaban por la falta de alimentación e higiene adecuadas y, por cierto, la brutal violencia física a la que eran sometidos las y los prisioneros a toda hora.

La escasa y a menudo inexistente alimentación era preparada y traída desde el Estadio Militar, ubicado en el Parque O’Higgins. Consistía en un desayuno muy temprano, de un tazón de café de higo con un pan y luego una comida al día, generalmente legumbres, sopa o fideos, alimentos que se encontraban a menudo en mal estado. Al comienzo, la comida no alcanzaba para todos, por lo que los mismos detenidos se organizaron en cuadrillas para distribuirla a los distintos lugares de reclusión, donde cada prisionero tenía que cuidar de su plato y tazón.

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